jueves, 6 de abril de 2017

Personajes femeninos en pugna (Parte II)

Si en el primer artículo dedicado a grandes personajes femeninos de la literatura me centré en los que tenían un conflicto interno, hoy es el turno de las mujeres de ficción enfrentadas a la sociedad de su época.

En Fortunata y Jacinta, de Galdós, dos mujeres comparten el protagonismo. Jacinta –de la que ya hablamos– representa el orden establecido. Es la esposa de Juan, la joven burguesa sumisa y abnegada que sufre en silencio. Fortunata es una mujer del pueblo. Conoce a Juan cuando aún está soltero, y se entrega a él sin reservas, con una pasión auténtica y desinteresada. Juan disfruta de este amor desinhibido, aunque sabe desde el primer momento que su relación jamás llegará a nada, pues la diferencia social era por entonces una barrera infranqueable. Llegado el momento, se casa con Jacinta, porque eso es lo que se espera de él, y en un momento de intimidad con su nueva esposa, se sincera y le habla de su amor de juventud:

«Fortunata tenía los ojos como dos estrellas… Tenía las manos bastas de tanto trabajar, el corazón lleno de inocencia… Pero no tenía educación; aquella boca tan linda se comía muchas letras y otras las equivocaba… Se pasó su niñez cuidando el ganado. Yo la perdí, la engañé, le dije mil mentiras, le hice creer que me iba a casar con ella. ¿Has visto? El pueblo es muy inocente, es tonto de remate, todo se lo cree con tal de que se lo digan con palabras finas». (Vol. I, Cap. V, 5. Edición de Francisco Caudet, Cátedra, 1994).

En aquel momento, Juan pensaba que podía controlar su pasión por Fortunata, pero no es así. Se reencuentran una y otra vez, tienen un hijo en común, y el personaje de Fortunata, que en la novela simboliza la fuerza arrolladora del pueblo que empieza a reclamar sus derechos, evoluciona. De los tres, ella es la única que emprende una «revolución» al intentar cambiar las cosas. Primero, trata de corregirse y poner freno a la pasión que siente por Juan. Pero fracasa. Entonces se le ocurre ofrecer su hijo a Jacinta a cambio de quedarse con Juan, y también fracasa. Fortunata comparte el destino trágico de tantos otros personajes femeninos, pero anuncia el cambio que está por llegar.

También Kate Croy, la protagonista de la novela Las alas de la paloma, de Henry James , tiene un problema con la sociedad. Kate es una joven sensible e inteligente, dotada de gran belleza y encanto, que vive con una tía rica que la ha tomado bajo su tutela después de que el padre de Kate dilapidara su fortuna. La tía, que conoce las extraordinarias virtudes de su sobrina, sueña con un matrimonio ventajoso, pero ella mantiene una relación secreta con Merton Densher, un periodista con un futuro prometedor pero sin recursos. Los dos saben que la tía de Kate jamás aceptará este matrimonio y que, si insisten en casarse, la desheredará. Muy lejos de la heroína romántica, Kate no está dispuesta a renunciar a lo que le corresponde para llevar una vida de privaciones y sin futuro al lado de Merton; pero tampoco es capaz de dejarlo para casarse con un buen partido. En esta tesitura, aparece en sus vidas Milly Theale, una joven norteamericana huérfana, ingenua y millonaria, que sufre una enfermedad incurable y que siente una franca admiración por la pareja. Con su habitual suspicacia, Kate intuye que Milly está deseosa de vivir una intensa historia de amor antes de morir, y decide aprovechar esta circunstancia. Convence a Merton para que enamore a Milly, con la esperanza de que, a su muerte, ella le deje heredero de una sustanciosa suma de dinero. Todo sale como ha previsto: Milly se enamora y, al morir, convierte a Merton en un hombre rico y, a ojos de la tía de Kate, en un pretendiente más que aceptable. Sin embargo, algo escapa al control de Kate. Después de haberse aprovechado de Milly, Merton y ella ya no son los mismos; su relación se ha contaminado. Y eso que los dos sospechan que la americana sabía lo que estaban haciendo y, aun así, les dejó hacer. Pero el hecho de que Milly los perdonara, no significa que ellos puedan perdonarse. La conclusión que podría sacarse es que Kate consiguió burlar los límites impuestos por la sociedad, jugó con ellos y ganó la partida; pero en el proceso se manchó las manos y, al final, la pérdida resulta superior a la ganancia.

Dorothea Brook, uno de los muchos personajes de Middlemarch, la novela cumbre de George Eliot, se siente incómoda con el papel limitado que la sociedad victoriana atribuye a la mujer. Ella quiere servir a la sociedad, hacer algo que merezca la pena, pero cuando intenta mejorar las condiciones de vida de los trabajadores que viven en las tierras de su tío, nadie la toma en serio. Entonces conoce al reverendo Edward Casaubon, un hombre mucho mayor que ella que está embarcado en una ardua investigación, y acepta casarse con él porque imagina que los dos juntos, uniendo esfuerzos, podrán confeccionar una gran obra del saber. Una vez más, el personaje femenino fracasa en sus aspiraciones, pues Dorothea enseguida se da cuenta de que el reverendo es un hombre mediocre y ruin que no está dispuesto a dejarse ayudar. Al igual que Emma Bovary, Dorothea es una idealista desengañada, pero mientras que Emma se rebela, ella asume su equivocación y soporta al reverendo hasta que muere.

¿Son todos los personajes femeninos de esta época desgraciados? ¿Es que no hay ninguna mujer de ficción conforme con su destino? Aunque no es lo habitual, las hay. Los personajes de Jane Austen suelen vencer las dificultades y salir victoriosas. Pero a mí me gusta especialmente la matriarca de Al faro, una de las grandes novelas de Virginia Woolf. Mrs. Ramsey es una mujer en armonía con su condición. Está pasando el verano con su familia junto al mar. Su marido –un intelectual caprichoso y egocéntrico–, sus ocho hijos y varios invitados la requieren todo el tiempo, y ella se entrega a su cuidado con auténtica devoción. Vemos su dedicación, el mimo con el que intenta crear un ambiente propicio para que los suyos prosperen y sean felices, y cómo convierte este empeño en un arte que solo ella domina. Aunque pudiera parecer que Mrs. Ramsey es un personaje doblegado, no es así. En realidad, ejerce de un modo sutil su particular dominio sobre los demás, pues todos la necesitan para dar sentido a la vida, para poner orden en el caos. Y aún hay más: ella, el ángel de la casa, la madre entregada y entusiasta, se reserva una parte de sí misma, quizá el anhelo de lo que pudo haber sido y no fue, el íntimo recuerdo de lo que dejó atrás, y ese sentimiento, que asoma de vez en cuando en una de sus miradas perdidas, hace aún más interesante al personaje.

Y, para terminar, volvamos al principio de los tiempos con Eva, el personaje femenino de Mark Twain que recrea a la primera mujer. En sus Diarios de Adán y Eva (Extracts from Adam's Diary, 1904; Eve’s Diary: Translated from the Original Ms, 1906), el autor norteamericano fantasea con humor sobre la personalidad de la primera pareja humana y su relación. ¿Qué se le pasaría por la cabeza a Eva cuando, de pronto, se vio en el Edén rodeada de criaturas extrañas? Y Adán, ¿cómo encajó su repentina aparición, la recibió gustoso o le pareció un estorbo?

Twain lo tiene claro: a Adán le abruma su compañera. La nueva criatura no para de hablar, le observa a todas horas y se empeña en adelantársele a la hora de poner nombre a lo que tienen a su alrededor, algo que le exaspera. El autor se divierte lo suyo perfilando a un Adán tosco y un poco simple que no se entera de nada y al que, de tanto en tanto, le asaltan repentinas ansias de libertad. Eva es todo lo contrario. Desde las primeras anotaciones de su diario, se nos muestra analítica y reflexiva. Eva posee un conocimiento intuitivo del mundo que la rodea, y gran curiosidad por él. «Me encanta hablar», dice de sí misma, «hablo todo el día, incluso en sueños, y soy muy interesante». En cuanto a su compañero del Paraíso, no acaba de entenderlo: «Me parece que la criatura está más interesada en descansar que en ninguna otra cosa. A mí me cansaría descansar tanto (…). Me pregunto para qué sirve: nunca le veo hacer nada». Pero pasa el tiempo y, poco a poco y pese a sus muchas diferencias, se vuelven imprescindibles el uno para el otro. En sus plegarias, Eva ruega no sobrevivir a Adán, pues no lo soportaría; y él, cuando su compañera muere, escribe en su tumba: «Allá donde ella fuera estaba el Edén».

María Forero

(Este artículo también ha sido publicado en mi blog «Entre libros», en www.radiofftherecord.com).

Personajes femeninos de la literatura universal (Parte I)

Vargas Llosa, en su ensayo dedicado a la figura de Madame Bovary (La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary, Punto de Lectura, 2011), dice: «Un puñado de personajes literarios han marcado mi vida de manera más durable que buena parte de los seres de carne y hueso que he conocido». Creo que tiene razón: la buena literatura es capaz de crear personajes de ficción con una identidad tan bien construida que resultan igual de reales, o incluso más, que cualquiera de nosotros. Con ellos, el escritor alcanza su cumbre creativa al conseguir que una criatura suya escape del marco narrativo al que pertenece y, tras pasar a formar parte de la memoria colectiva, se convierta en un representante más de la condición humana. Porque ¿qué importa que Hamlet o el Quijote no hayan sido personas de carne y hueso si condensan y explican lo que somos de forma tan certera y fiel? Peter Pan y la infancia; Ulises y la plenitud vital del héroe; el rey Lear y el desengaño en la vejez: todos ellos, y tantos otros, no solo tienen vida propia sino que han alcanzado el privilegio de la inmortalidad.

Hoy me gustaría recordar algunos de los personajes femeninos que han dejado una huella más honda en mi memoria. Muchos fueron creados por hombres –aunque esta circunstancia no les quita un ápice de verdad– entre finales del siglo XIX y principios del XX, y por lo general, representan a una mujer en conflicto; ya sea con la sociedad, con su marido o con su propia condición. Son mujeres que se equivocan, que fracasan estrepitosamente en su intento de ser felices; a veces, ellas solas se buscan su ruina, otras, comparten responsabilidad con una sociedad inflexible que las precipita al desastre.

Hasta bien entrado el siglo XX, el matrimonio era en la mayoría de los casos una transacción. Esto hace que sea difícil distinguir entre los personajes femeninos que sufren un conflicto interno derivado de un matrimonio desdichado, y las mujeres que son víctimas de una sociedad que primero las empuja a casarse sin amor y, después, las obliga a soportar en silencio su desdicha. Aun así, podemos considerar que Medea, la protagonista de la tragedia de Eurípides del siglo V a. C., pertenece al primer grupo, pues ella eligió libremente casarse con Jasón.

En su caso, el conflicto estalla cuando su marido la traiciona. Medea había salvado a Jasón de una muerte segura y, después, renunció a su familia y su patria para seguirlo hasta el exilio. Pero Jasón demuestra que no es digno de tanta entrega cuando acepta casarse con la hija del rey de Corinto para asegurarse su futuro en aquel reino extranjero. En cuanto a Medea y sus dos hijos, deben salir cuanto antes del país; eso sí, Jasón le asegura que no debe temer nada: él se ocupará de ellos en la distancia. Medea no es una mujer a la que se pueda manejar y, loca de furia y resentimiento ante semejante traición del padre de sus hijos, decide vengarse de la forma más cruel. Primero, mata a la futura esposa de Jasón y, luego, asesina a sus propios hijos para causar el mayor daño posible a su marido. «¡Malditos muráis, pues nacisteis de mí, una madre funesta, y perezca también vuestro padre y la casa con él!». Aunque en la obra no se exculpa a Medea ni su terrible venganza, sí se denuncia el doble rasero con el que se juzgaba entonces a hombres y mujeres. Si una mujer era fuerte, valiente y audaz –como Medea–, la sociedad la veía como una amenaza; y si era traicionada por un marido infiel, se le exigía que guardara silencio y se sometiera; en circunstancias similares, a un hombre jamás se le hubiera tratado así.

La situación de la mujer que Eurípides describe en el siglo V a. C. no es muy diferente de la que presenta Benito Pérez Galdós en su novela Fortunata y Jacinta, escrita a finales del siglo XIX. Al igual que Medea, Jacinta tiene un marido infiel. Juan la engaña y, en su caso, ni siquiera lo hace para asegurarse una posición en un reino extranjero, sino por lujuria, porque no está dispuesto a renunciar a la pasión que siente por otra mujer. Jacinta sufre como Medea, pero en ella pesan demasiado las convenciones sociales; le asusta tanto el escándalo y la deshonra que opta por guardar silencio y desempeñar el papel de mujer virtuosa. Medea se rebela, Jacinta se somete.

En el caso de Emma Bovary, el célebre personaje de Flaubert, es ella quien provoca el conflicto. Emma es infeliz, y no porque su marido la maltrate o le sea infiel, sino porque el bueno de Charles Bovary no cumple con sus expectativas. Unas expectativas que Emma se había formado leyendo un sinfín de novelas románticas que le hicieron concebir una idea equivocada del matrimonio. Su marido y el entorno provinciano en el que viven la aburren mortalmente. Ella siente que ha nacido para el lujo de una vida aristocrática, la belleza y la voluptuosidad y, en un acto de rebelde egoísmo, decide romper con todas las reglas y convenciones burguesas, y lanzarse a los brazos de sucesivos amantes. No pretende con ello reivindicar su libertad, solo colmar sus deseos de romanticismo y aventura. A Emma le sale mal la aventura: sus amantes no se comportan con la grandeza que ella esperaba y, para colmo, contrae deudas que la llevan a un callejón sin salida. Como el Quijote, Emma ha perseguido un ideal y, en esa búsqueda que tiene mucho de irracional, se ha perdido.

Los personajes femeninos de Henrik Ibsen levantaron ampollas por su complejo y ambiguo comportamiento, que traspasaba todos los límites morales. En 1879, Ibsen publicó la obra dramática Casa de Muñecas. La protagonista, Nora Helmer, es una mujer felizmente casada y madre de tres hijos. En apariencia, lleva una vida plácida y despreocupada, aunque no siempre fue así: hace años, el matrimonio pasó muchas penurias económicas, pero hoy todo eso queda atrás y su futuro es prometedor. Nora se nos presenta como una mujer superficial, gastadora y atolondrada que miente a su marido para salirse con la suya. Torvaldo Helmer, por su parte, la trata con condescendencia, como a una niña malcriada; Nora es su pajarillo, su «alondra», y ella parece a gusto en ese papel.

Pero Nora guarda un secreto. Hace tiempo, su marido estuvo muy enfermo, y el matrimonio no tenía dinero para costearse el tratamiento médico. La situación era desesperada y, sin que su marido se enterara –su orgullo jamás lo hubiese permitido–, Nora decidió pedir un préstamo. En aquella época, una mujer no podía contraer un préstamo por las vías habituales, así que tuvo que recurrir a un hombre de dudosa reputación para que le proporcionara el dinero; incluso se vio obligada a falsificar la firma de su padre, que acababa de fallecer, para que le sirviera de aval.

Sin saberlo, Torvaldo Helmer le debía la vida a Nora, y ella estaba convencida de haber obrado bien y muy orgullosa. Sin embargo, su mundo se desmorona cuando el prestamista empieza a chantajearla. Su marido acaba enterándose de lo que hizo por él y, lejos de agradecérselo, se lo reprocha en una dura conversación. Nora puede ir a la cárcel por haber falsificado la firma de su padre, y Helmer, antes de verse envuelto en asunto tan turbio, prefiere repudiar a su mujer para salvaguardar su buen nombre y su futuro profesional. Pero, en unos pocos minutos, el matrimonio se entera de que el prestamista ha cambiado de opinión y no va a delatar a Nora. Ya no corren peligro, y el marido cambia radicalmente de postura y, ahora, agradece a Nora lo que ha hecho por él. Sin embargo, ya es tarde para ella. Nora se ha dado cuenta de que no entiende el mundo que la rodea ni su funcionamiento –¿cómo se puede castigar con la cárcel a una mujer por querer salvar a su marido?–, y toma una drástica determinación: abandonar a su familia. Lo hace porque ya no se siente capaz de educar a sus hijos, ya no es un buen ejemplo para ellos, y la culpa no es de su marido sino de ella, por haber vivido tanto tiempo en la ignorancia, como en una casa de muñecas.

Podemos entender el desconcierto de Nora aunque nos cueste aceptar su decisión final, pero resulta complicado ponerse en la piel de Hedda Gabler, la otra gran protagonista de Ibsen. Hedda es una mujer fría y cruel, con un sentido aristocrático y estético de la vida que le hace sentirse superior al resto. Hedda no soporta a su marido ni a las tías de este por su mentalidad pequeña burguesa y sus mediocres aspiraciones. Ninguno ha hecho nada para merecer su desdén, pero ella siente un vacío existencial tan hondo, se siente tan infeliz y fuera de lugar, que comete crueldades que nadie entiende, como cuando desea quemar el pelo a su amiga de la infancia porque es más bonito que el suyo, o finge confundir el chal nuevo de la tía con el de la criada para que se sienta azorada. El aburrimiento de Hedda va mucho más allá que el de Emma Bovary. Emma era una idealista, pensaba que podía encontrar la felicidad en brazos de sus amantes, pero Hedda no ve redención posible y, ante la falta de grandeza en su vida, decide poner punto final con el único acto que le parece magnífico: un certero disparo en la sien.

Es imposible mostrar indiferencia ante estos personajes femeninos. Es probable que no comprendamos su comportamiento, que lo reprobemos, que nos cause estupor o incluso malestar; pero no cabe duda de que los autores consiguieron su objetivo: removernos por dentro y hacernos perder pie. Solo por eso, y por su indiscutible calidad literaria, merecen ser recordados.

María Forero
(Este artículo ha sido publicado también en mi blog «Entre libros», en www.radiofftherecord.com).

Memorias de un europeo

Stefan Zweig nació en Austria en el año 1881. De origen judío, su obra gozó en Europa de gran prestigio y popularidad. Cultivó todos los géneros. Escribió novelas e historias cortas, obras de teatro, ensayos y célebres biografías como la de María Estuardo, María Antonieta o Magallanes. Su autobiografía, titulada El mundo de ayer: memorias de un europeo (El Acantilado, 2001), es un testimonio fiel y conmovedor del período de entreguerras.

Zweig comenzó a escribir sus memorias en Brasil, donde se había exiliado al inicio de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, fue de los primeros intelectuales en intuir el peligro que se avecinaba y, ya en 1934, cinco años antes de que estallara el conflicto, decidió abandonar Austria tras vivir dos incidentes en apariencia insignificantes que, sin embargo, le pusieron sobre aviso. En Salzburgo, la pequeña ciudad fronteriza en la que pasaba largas temporadas, se cruzó un día con un viejo amigo, un escritor con el que mantenía una estrecha relación. El amigo aparentó no haberlo visto para no tener que saludarlo, pero días después fue a visitarlo a su casa. Zweig comprendió que la presión nacionalsocialista que fomentaba el odio por los judíos se estaba filtrando desde la vecina Alemania, y que su amigo no quería mostrarse en público con él para evitarse problemas.

El segundo incidente tuvo lugar meses después. Una noche, recibió en casa la visita de cuatro policías que lo acusaron de esconder armas de la Alianza Defensiva Republicana, una formación paramilitar controlada por el partido socialdemócrata. El argumento carecía de toda lógica –Zweig no mostraba interés por la política, pasaba largas temporadas en el extranjero y, además, ¿qué sentido tenía esconder armas en una casa de campo donde cualquier movimiento despertaría sospechas?–; aun así, los policías registraron su casa. A Zweig le pareció una violación inadmisible de sus derechos y, ese mismo día, decidió abandonar el país. En aquel momento, no sabía que iba a ser un exilio definitivo ni era consciente de la dimensión de la tragedia que se cernía sobre Europa.

Zweig titula la primera parte de sus memorias «El mundo de la seguridad», en referencia al mundo de sus padres y de su juventud. En ese momento, todavía bajo la monarquía de los Habsburgo, Austria era un imperio grande y poderoso. Todos sabían cuál era su lugar en el mundo, qué les correspondía y qué podían esperar del futuro. Existía una confianza ciega en las instituciones, el derecho y la justicia, al tiempo que se respetaban las obligaciones. En Viena se vivía bien. Había fiestas, teatro, música y arte. Los judíos destacaban como grandes artistas y eruditos: los había directores artísticos, pintores, arquitectos, periodistas… De sus años de juventud, Zweig recuerda su anhelo por aprender. Tanto él como sus compañeros de estudio querían estar al tanto de las novedades culturales; deseaban leerlo todo, saberlo todo. A esta ansia por aprender se le unía el deseo de viajar, que gracias a la buena posición económica de su familia, el autor pudo satisfacer ampliamente: en unos años, recorrió Europa, buena parte de América y África.

La Europa de antes de la Primera Guerra Mundial era fuerte y próspera. El avance de la ciencia y el progreso que trajo consigo hizo creer a las personas y los estados que todo era posible. Las naciones se sentían imbatibles: querían enriquecerse más, expandirse más, poseer más, sin darse cuenta de que sus vecinos se sentían igual de fuertes y compartían las mismas aspiraciones. Durante años, los diplomáticos se dedicaron al juego de las alianzas y los retos, confiando en que en el último momento cundiría la razón. A la vez, y casi siempre por motivos económicos, se empezó a fomentar el odio entre países, un odio que los gobiernos crearon de forma artificial, pero que poco a poco fue arraigando en el pueblo. Aun así, quizá no hubiese llegado la sangre al río de no ser por un suceso que actuó como detonante: el asesinato en Sarajevo del heredero al trono de Austria y su mujer. Dice Zweig que, en realidad, el matrimonio no era demasiado querido en su país, pero la prensa se movilizó para exigir una respuesta contundente: parecía evidente que se estaba preparando el terreno para algún tipo de reacción, aunque nadie pensaba en una guerra. Sin embargo, todo se fue complicando, comenzaron a movilizarse los ejércitos y, cuando quisieron darse cuenta, Alemania había invadido Bélgica y estalló la Primera Guerra Mundial, un enfrentamiento que nadie deseaba.

Zweig no profundiza en las razones políticas que provocaron la guerra, sino en el ambiente social e intelectual que se respiraba y en las consecuencias desastrosas que trajo la contienda. Austria dejó de ser una monarquía imperial, su territorio fue dividido y se vivieron años de miseria, hambre y estraperlo. Se perdió la fe en las instituciones, los jóvenes dejaron de confiar en sus mayores y se dio la espalda a la tradición. Fue una época alocada, de experimentos delirantes en los que todo estaba permitido menos ser tradicional. En arte, triunfaron las vanguardias, fiel reflejo de lo que estaba pasando en la sociedad. Finalmente, el desorden generalizado fue el caldo de cultivo de los fascismos, que pretendían devolver la cordura a un mundo desorganizado.

En cuanto a Alemania, la inflación, el paro, las crisis políticas y la estupidez extranjera permitieron que el mensaje de odio hacia los judíos y la rebelión contra la República que propugnaba Hitler cundieran en la población. Años atrás, en Múnich, Hitler había fracasado porque las circunstancias no acompañaban, pero ahora consiguió apoyos de uno y otro bando. Que era un exaltado lo sabían todos, pero creían poder controlarlo. Al fin y al cabo, ¿qué podía hacer en un país en el que el derecho estaba firmemente arraigado y los ciudadanos creían firmemente en la libertad y la igualdad de derechos que propugnaba la Constitución? Sin embargo, y con asombrosa y terrible rapidez, todo se desmoronó, desapareció el Parlamento y los derechos fueron aplastados uno a uno en Alemania.

De 1934 a 1940, Zweig vivió en Inglaterra. De esta época recuerda la ceguera política de los ingleses, que se empeñaban en ver a Hitler como un mal necesario, pues creían que les iba a servir para frenar el avance bolchevique y que, después, ya habría tiempo de poner coto a sus aspiraciones. En Londres, el autor recibió la noticia de que Alemania había ocupado Austria, y después supo del ensañamiento de Hitler con Viena, la ciudad que lo había ignorado en su juventud. Muchos de sus amigos y conocidos fueron ejecutados, los crímenes se contaban por miles; mientras, una Europa debilitada moral y militarmente se resistía a creer lo que estaba pasando y seguía convencida de que la inhumanidad sería derrotada por los principios occidentales. No fue así, y la sociedad supo de los campos de concentración en tiempos de paz y de que en los cuarteles se construían cámaras secretas donde se mataba a personas inocentes sin juicios ni formalidades.

Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Zweig pasó de ser un extranjero en suelo inglés a un extranjero enemigo. Él, que formaba parte de la lista negra de escritores prohibidos en Alemania y que los nazis lo habían estigmatizado por culpa de su raza y su forma de pensar, se había convertido –por el hecho de ser austríaco– en enemigo de quienes defendían sus mismos valores. Esta paradoja y la certeza de que Europa iba a ser destruida lo empujó a abandonar el continente.

Zweig pone punto final a sus memorias en ese duro momento de su vida y de la historia de Europa. Sabemos que él y su segunda mujer se exiliaron en EE UU, pero que no consiguieron encajar y, tras pasar por varios países sudamericanos, acabaron en Brasil. Aquí, lejos de su casa, de sus amigos y de su pasado, el autor se enfrenta al vacío de pensar que todo está perdido, que Europa y su cultura jamás se recuperarán y que el nazismo se va a extender por todo el planeta. Ese temor acabó con él: el 22 de febrero de 1942, Zweig y su mujer se suicidaron en la ciudad brasileña de Petrópolis.

María Forero
Stefan Zweig, El mundo de ayer: memorias de un europeo (El Acantilado, 2001)
(Este artículo ha sido publicado también en mi blog «Entre libros», www.radiofftherecord.com)

La civilización del espectáculo

El 5 de noviembre de 2016, Elvira Lindo publicó en El País un artículo titulado «La cobra del pueblo», en referencia a la cobra que Chenoa le hizo a Bisbal en el concierto conmemorativo de Operación Triunfo. Esta anécdota –muy comentada en los medios de comunicación– le sirve a Lindo para hacer una reflexión sobre las consecuencias de que la audiencia mande en la programación de la televisión pública. Lo que menos importa es que el programa tenga o no calidad; si gusta al público, es cultura popular, y como tal hay que aplaudirlo y respetarlo. Es más, si alguien se atreve a dudar del producto, enseguida se le tacha de «aburrido, arrogante y cursi». Así, el artista que no responde a los gustos populares apenas tiene difusión, y el público general se queda sin poder disfrutar de su talento.

Ya en el año 2012, Vargas Llosa profundizó en esta idea en su ensayo La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012). Según el nobel peruano, desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, la sociedad se ha caracterizado por su superficialidad, y la cultura, tal y como se venía entendiendo desde la época clásica, está en vías de extinción, sino extinguida. Uno de los principales culpables de este fenómeno es la llamada «cultura popular», que encumbra cualquier expresión del pueblo, con independencia de que lo merezca o no, y arrincona la auténtica cultura.

El origen de este fenómeno se encuentra en la instauración de la democracia y la libertad en los países occidentales, que trajo consigo un cambio en la escala de valores. De pronto, el entretenimiento pasó a ser la máxima aspiración del hombre occidental. La sociedad quería divertirse a toda costa. Había que escapar del aburrimiento y evitar cualquier situación perturbadora o angustiosa. Los políticos, los medios de comunicación, los empresarios y los artistas se pusieron manos a la obra para complacer este deseo, pues su principal objetivo ahora era vender un producto o una idea al mayor número de personas. Pero, claro, para llegar a un público mayoritario, había que trivializar el mensaje.

Hoy en día, en la esfera política, tan importante es el contenido como la forma. El político ha de ser atractivo, quedar bien en la tele y conectar con el pueblo: la imagen lo es todo. Un ejemplo de esta clase de político vinculado al espectáculo podría ser Berlusconi, Pablo Iglesias o Donald Trump. En los medios de comunicación ocurre más o menos lo mismo. Las noticias deben resultar novedosas, insólitas o espectaculares. Se busca informar, pero sin perder de vista el entretenimiento. Esto explica que en los telediarios se dedique cada vez más espacio a los sucesos o los ecos de sociedad. Llegado a este punto, Vargas Llosa califica a la revista Hola como el producto periodístico más genuino de la civilización del espectáculo, el colmo de la frivolidad (se ve que los cantos de sirena de esta civilización son tan sugerentes que atrapan hasta a los más prevenidos).

Tampoco el arte se libra. Para ser pintor de éxito y que te cuelguen en un museo, resulta imprescindible ser provocador y escandaloso. La confusión es enorme: ya no es posible distinguir lo bueno de lo malo, lo que es bello de lo que no, y las mafias del arte se aprovechan de ello sin ningún pudor. En la literatura y el cine triunfa lo light. Se apuesta por libros y películas que sean ligeros, entretenidos, que hagan pasar un buen rato, que entretengan. Nada de libracos densos como los de Proust, Faulkner o Woolf; estos autores las pasarían canutas hoy en día. Es más, es muy probable que no llegaran a publicar, pues las editoriales actuales se rigen por los números y, si no están seguros de lograr grandes ventas, no arriesgan. Además, hay otra cuestión: si Proust hubiese vivido en esta época de lo fugaz y lo breve, es casi seguro que no se hubiese atrevido a escribir las cerca de tres mil páginas y siete tomos de En busca del tiempo perdido.

En la civilización del espectáculo, los antiguos guías de la sociedad han desaparecido. Los intelectuales, que durante siglos fueron escuchados y respetados, hoy están relegados al olvido, y su lugar lo ocupan las estrellas de fútbol, los actores, los cocineros o los blogueros, a los que se escucha con el mismo interés que antes a los filósofos. Vivimos en un mundo de especialistas y tecnócratas, en donde el pasado solo importa para mejorarlo. Lo que hoy está de moda, mañana se abandona sin dejar huella. Nada perdura, pues solo se tiene fe en el progreso. Hay que crear novedades que empujen al consumo y generen beneficios. Las humanidades, que no generan beneficios económicos sino espirituales, se ignoran por no verles utilidad. En opinión de Vargas Llosa, todo esto ocurre porque la cultura ha dejado de desempeñar el papel que ha tenido siempre. Ya no busca responder a las grandes preguntas del ser humano –que, por otro lado, a casi nadie parecen importarle–; ahora es esclava de los beneficios y sierva del entretenimiento. Se ha despojado de su faceta espiritual y se ha quedado en los huesos, sin sustancia.

María Forero
Vargas Llosa. La civilización del espectáculo. Ed. Alfaguara. 2012

(Este artículo ha sido publicado también en mi blog «Entre libros», en www.radiofftherecord.com).