El 5 de noviembre de 2016, Elvira Lindo publicó en El País un artículo titulado «La cobra del pueblo», en referencia a la cobra que Chenoa le hizo a Bisbal en el concierto conmemorativo de Operación Triunfo. Esta anécdota –muy comentada en los medios de comunicación– le sirve a Lindo para hacer una reflexión sobre las consecuencias de que la audiencia mande en la programación de la televisión pública. Lo que menos importa es que el programa tenga o no calidad; si gusta al público, es cultura popular, y como tal hay que aplaudirlo y respetarlo. Es más, si alguien se atreve a dudar del producto, enseguida se le tacha de «aburrido, arrogante y cursi». Así, el artista que no responde a los gustos populares apenas tiene difusión, y el público general se queda sin poder disfrutar de su talento.
Ya en el año 2012, Vargas Llosa profundizó en esta idea en su ensayo La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012). Según el nobel peruano, desde la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, la sociedad se ha caracterizado por su superficialidad, y la cultura, tal y como se venía entendiendo desde la época clásica, está en vías de extinción, sino extinguida. Uno de los principales culpables de este fenómeno es la llamada «cultura popular», que encumbra cualquier expresión del pueblo, con independencia de que lo merezca o no, y arrincona la auténtica cultura.
El origen de este fenómeno se encuentra en la instauración de la democracia y la libertad en los países occidentales, que trajo consigo un cambio en la escala de valores. De pronto, el entretenimiento pasó a ser la máxima aspiración del hombre occidental. La sociedad quería divertirse a toda costa. Había que escapar del aburrimiento y evitar cualquier situación perturbadora o angustiosa. Los políticos, los medios de comunicación, los empresarios y los artistas se pusieron manos a la obra para complacer este deseo, pues su principal objetivo ahora era vender un producto o una idea al mayor número de personas. Pero, claro, para llegar a un público mayoritario, había que trivializar el mensaje.
Hoy en día, en la esfera política, tan importante es el contenido como la forma. El político ha de ser atractivo, quedar bien en la tele y conectar con el pueblo: la imagen lo es todo. Un ejemplo de esta clase de político vinculado al espectáculo podría ser Berlusconi, Pablo Iglesias o Donald Trump. En los medios de comunicación ocurre más o menos lo mismo. Las noticias deben resultar novedosas, insólitas o espectaculares. Se busca informar, pero sin perder de vista el entretenimiento. Esto explica que en los telediarios se dedique cada vez más espacio a los sucesos o los ecos de sociedad. Llegado a este punto, Vargas Llosa califica a la revista Hola como el producto periodístico más genuino de la civilización del espectáculo, el colmo de la frivolidad (se ve que los cantos de sirena de esta civilización son tan sugerentes que atrapan hasta a los más prevenidos).
Tampoco el arte se libra. Para ser pintor de éxito y que te cuelguen en un museo, resulta imprescindible ser provocador y escandaloso. La confusión es enorme: ya no es posible distinguir lo bueno de lo malo, lo que es bello de lo que no, y las mafias del arte se aprovechan de ello sin ningún pudor. En la literatura y el cine triunfa lo light. Se apuesta por libros y películas que sean ligeros, entretenidos, que hagan pasar un buen rato, que entretengan. Nada de libracos densos como los de Proust, Faulkner o Woolf; estos autores las pasarían canutas hoy en día. Es más, es muy probable que no llegaran a publicar, pues las editoriales actuales se rigen por los números y, si no están seguros de lograr grandes ventas, no arriesgan. Además, hay otra cuestión: si Proust hubiese vivido en esta época de lo fugaz y lo breve, es casi seguro que no se hubiese atrevido a escribir las cerca de tres mil páginas y siete tomos de En busca del tiempo perdido.
En la civilización del espectáculo, los antiguos guías de la sociedad han desaparecido. Los intelectuales, que durante siglos fueron escuchados y respetados, hoy están relegados al olvido, y su lugar lo ocupan las estrellas de fútbol, los actores, los cocineros o los blogueros, a los que se escucha con el mismo interés que antes a los filósofos. Vivimos en un mundo de especialistas y tecnócratas, en donde el pasado solo importa para mejorarlo. Lo que hoy está de moda, mañana se abandona sin dejar huella. Nada perdura, pues solo se tiene fe en el progreso. Hay que crear novedades que empujen al consumo y generen beneficios. Las humanidades, que no generan beneficios económicos sino espirituales, se ignoran por no verles utilidad. En opinión de Vargas Llosa, todo esto ocurre porque la cultura ha dejado de desempeñar el papel que ha tenido siempre. Ya no busca responder a las grandes preguntas del ser humano –que, por otro lado, a casi nadie parecen importarle–; ahora es esclava de los beneficios y sierva del entretenimiento. Se ha despojado de su faceta espiritual y se ha quedado en los huesos, sin sustancia.
Vargas Llosa. La civilización del espectáculo. Ed. Alfaguara. 2012
(Este artículo ha sido publicado también en mi blog «Entre libros», en www.radiofftherecord.com).
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