jueves, 6 de abril de 2017

Personajes femeninos de la literatura universal (Parte I)

Vargas Llosa, en su ensayo dedicado a la figura de Madame Bovary (La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary, Punto de Lectura, 2011), dice: «Un puñado de personajes literarios han marcado mi vida de manera más durable que buena parte de los seres de carne y hueso que he conocido». Creo que tiene razón: la buena literatura es capaz de crear personajes de ficción con una identidad tan bien construida que resultan igual de reales, o incluso más, que cualquiera de nosotros. Con ellos, el escritor alcanza su cumbre creativa al conseguir que una criatura suya escape del marco narrativo al que pertenece y, tras pasar a formar parte de la memoria colectiva, se convierta en un representante más de la condición humana. Porque ¿qué importa que Hamlet o el Quijote no hayan sido personas de carne y hueso si condensan y explican lo que somos de forma tan certera y fiel? Peter Pan y la infancia; Ulises y la plenitud vital del héroe; el rey Lear y el desengaño en la vejez: todos ellos, y tantos otros, no solo tienen vida propia sino que han alcanzado el privilegio de la inmortalidad.

Hoy me gustaría recordar algunos de los personajes femeninos que han dejado una huella más honda en mi memoria. Muchos fueron creados por hombres –aunque esta circunstancia no les quita un ápice de verdad– entre finales del siglo XIX y principios del XX, y por lo general, representan a una mujer en conflicto; ya sea con la sociedad, con su marido o con su propia condición. Son mujeres que se equivocan, que fracasan estrepitosamente en su intento de ser felices; a veces, ellas solas se buscan su ruina, otras, comparten responsabilidad con una sociedad inflexible que las precipita al desastre.

Hasta bien entrado el siglo XX, el matrimonio era en la mayoría de los casos una transacción. Esto hace que sea difícil distinguir entre los personajes femeninos que sufren un conflicto interno derivado de un matrimonio desdichado, y las mujeres que son víctimas de una sociedad que primero las empuja a casarse sin amor y, después, las obliga a soportar en silencio su desdicha. Aun así, podemos considerar que Medea, la protagonista de la tragedia de Eurípides del siglo V a. C., pertenece al primer grupo, pues ella eligió libremente casarse con Jasón.

En su caso, el conflicto estalla cuando su marido la traiciona. Medea había salvado a Jasón de una muerte segura y, después, renunció a su familia y su patria para seguirlo hasta el exilio. Pero Jasón demuestra que no es digno de tanta entrega cuando acepta casarse con la hija del rey de Corinto para asegurarse su futuro en aquel reino extranjero. En cuanto a Medea y sus dos hijos, deben salir cuanto antes del país; eso sí, Jasón le asegura que no debe temer nada: él se ocupará de ellos en la distancia. Medea no es una mujer a la que se pueda manejar y, loca de furia y resentimiento ante semejante traición del padre de sus hijos, decide vengarse de la forma más cruel. Primero, mata a la futura esposa de Jasón y, luego, asesina a sus propios hijos para causar el mayor daño posible a su marido. «¡Malditos muráis, pues nacisteis de mí, una madre funesta, y perezca también vuestro padre y la casa con él!». Aunque en la obra no se exculpa a Medea ni su terrible venganza, sí se denuncia el doble rasero con el que se juzgaba entonces a hombres y mujeres. Si una mujer era fuerte, valiente y audaz –como Medea–, la sociedad la veía como una amenaza; y si era traicionada por un marido infiel, se le exigía que guardara silencio y se sometiera; en circunstancias similares, a un hombre jamás se le hubiera tratado así.

La situación de la mujer que Eurípides describe en el siglo V a. C. no es muy diferente de la que presenta Benito Pérez Galdós en su novela Fortunata y Jacinta, escrita a finales del siglo XIX. Al igual que Medea, Jacinta tiene un marido infiel. Juan la engaña y, en su caso, ni siquiera lo hace para asegurarse una posición en un reino extranjero, sino por lujuria, porque no está dispuesto a renunciar a la pasión que siente por otra mujer. Jacinta sufre como Medea, pero en ella pesan demasiado las convenciones sociales; le asusta tanto el escándalo y la deshonra que opta por guardar silencio y desempeñar el papel de mujer virtuosa. Medea se rebela, Jacinta se somete.

En el caso de Emma Bovary, el célebre personaje de Flaubert, es ella quien provoca el conflicto. Emma es infeliz, y no porque su marido la maltrate o le sea infiel, sino porque el bueno de Charles Bovary no cumple con sus expectativas. Unas expectativas que Emma se había formado leyendo un sinfín de novelas románticas que le hicieron concebir una idea equivocada del matrimonio. Su marido y el entorno provinciano en el que viven la aburren mortalmente. Ella siente que ha nacido para el lujo de una vida aristocrática, la belleza y la voluptuosidad y, en un acto de rebelde egoísmo, decide romper con todas las reglas y convenciones burguesas, y lanzarse a los brazos de sucesivos amantes. No pretende con ello reivindicar su libertad, solo colmar sus deseos de romanticismo y aventura. A Emma le sale mal la aventura: sus amantes no se comportan con la grandeza que ella esperaba y, para colmo, contrae deudas que la llevan a un callejón sin salida. Como el Quijote, Emma ha perseguido un ideal y, en esa búsqueda que tiene mucho de irracional, se ha perdido.

Los personajes femeninos de Henrik Ibsen levantaron ampollas por su complejo y ambiguo comportamiento, que traspasaba todos los límites morales. En 1879, Ibsen publicó la obra dramática Casa de Muñecas. La protagonista, Nora Helmer, es una mujer felizmente casada y madre de tres hijos. En apariencia, lleva una vida plácida y despreocupada, aunque no siempre fue así: hace años, el matrimonio pasó muchas penurias económicas, pero hoy todo eso queda atrás y su futuro es prometedor. Nora se nos presenta como una mujer superficial, gastadora y atolondrada que miente a su marido para salirse con la suya. Torvaldo Helmer, por su parte, la trata con condescendencia, como a una niña malcriada; Nora es su pajarillo, su «alondra», y ella parece a gusto en ese papel.

Pero Nora guarda un secreto. Hace tiempo, su marido estuvo muy enfermo, y el matrimonio no tenía dinero para costearse el tratamiento médico. La situación era desesperada y, sin que su marido se enterara –su orgullo jamás lo hubiese permitido–, Nora decidió pedir un préstamo. En aquella época, una mujer no podía contraer un préstamo por las vías habituales, así que tuvo que recurrir a un hombre de dudosa reputación para que le proporcionara el dinero; incluso se vio obligada a falsificar la firma de su padre, que acababa de fallecer, para que le sirviera de aval.

Sin saberlo, Torvaldo Helmer le debía la vida a Nora, y ella estaba convencida de haber obrado bien y muy orgullosa. Sin embargo, su mundo se desmorona cuando el prestamista empieza a chantajearla. Su marido acaba enterándose de lo que hizo por él y, lejos de agradecérselo, se lo reprocha en una dura conversación. Nora puede ir a la cárcel por haber falsificado la firma de su padre, y Helmer, antes de verse envuelto en asunto tan turbio, prefiere repudiar a su mujer para salvaguardar su buen nombre y su futuro profesional. Pero, en unos pocos minutos, el matrimonio se entera de que el prestamista ha cambiado de opinión y no va a delatar a Nora. Ya no corren peligro, y el marido cambia radicalmente de postura y, ahora, agradece a Nora lo que ha hecho por él. Sin embargo, ya es tarde para ella. Nora se ha dado cuenta de que no entiende el mundo que la rodea ni su funcionamiento –¿cómo se puede castigar con la cárcel a una mujer por querer salvar a su marido?–, y toma una drástica determinación: abandonar a su familia. Lo hace porque ya no se siente capaz de educar a sus hijos, ya no es un buen ejemplo para ellos, y la culpa no es de su marido sino de ella, por haber vivido tanto tiempo en la ignorancia, como en una casa de muñecas.

Podemos entender el desconcierto de Nora aunque nos cueste aceptar su decisión final, pero resulta complicado ponerse en la piel de Hedda Gabler, la otra gran protagonista de Ibsen. Hedda es una mujer fría y cruel, con un sentido aristocrático y estético de la vida que le hace sentirse superior al resto. Hedda no soporta a su marido ni a las tías de este por su mentalidad pequeña burguesa y sus mediocres aspiraciones. Ninguno ha hecho nada para merecer su desdén, pero ella siente un vacío existencial tan hondo, se siente tan infeliz y fuera de lugar, que comete crueldades que nadie entiende, como cuando desea quemar el pelo a su amiga de la infancia porque es más bonito que el suyo, o finge confundir el chal nuevo de la tía con el de la criada para que se sienta azorada. El aburrimiento de Hedda va mucho más allá que el de Emma Bovary. Emma era una idealista, pensaba que podía encontrar la felicidad en brazos de sus amantes, pero Hedda no ve redención posible y, ante la falta de grandeza en su vida, decide poner punto final con el único acto que le parece magnífico: un certero disparo en la sien.

Es imposible mostrar indiferencia ante estos personajes femeninos. Es probable que no comprendamos su comportamiento, que lo reprobemos, que nos cause estupor o incluso malestar; pero no cabe duda de que los autores consiguieron su objetivo: removernos por dentro y hacernos perder pie. Solo por eso, y por su indiscutible calidad literaria, merecen ser recordados.

María Forero
(Este artículo ha sido publicado también en mi blog «Entre libros», en www.radiofftherecord.com).