En el año 1920, la periodista norteamericana Marie Meloney viajó hasta París para entrevistar a la ya célebre científica Marie Curie. Esperaba encontrarse con una mujer de mundo que, tras haber trabajado con ahínco durante años, disfrutaba de una merecida fortuna y de los éxitos cosechados. En vez de eso, descubrió a una mujer sencilla que vivía en un apartamento asequible con un salario modesto y que trabajaba en un laboratorio mal dotado. La periodista se quedó tan impresionada que decidió organizar una colecta en EE UU con el fin de recaudar fondos para extraer el carísimo radio que la científica necesitaba para seguir con sus investigaciones. Consiguió reunir un gramo de radio, que Marie fue a recoger en persona a Nueva York. Además, Meloney la animó a escribir la biografía de su difunto marido y unas notas autobiográficas, y ella, por lo general muy reservada, aceptó el encargo quizá por sentirse en deuda con la periodista. La repercusión de estos textos fue enorme, pues era la primera vez que se conocían detalles de la vida de los Curie.
Bajo el título Escritos biográficos, la UAB editó en castellano en el año 2011 la biografía de Pierre, las Notas autobiográficas de Marie y una selección de su diario personal, además del análisis de su hija Irène sobre los cuadernos de laboratorio de sus padres y un estudio introductorio del profesor Xavier Roqué, encargado de la edición. Se trata de un conjunto de escritos que nos acercan a la faceta más humana de este matrimonio que entregó su vida a la ciencia, así como a la figura de una mujer que derribó barreras en un mundo dominado hasta entonces por hombres.
En el comienzo de sus Notas autobiográficas, Curie advierte que su objetivo no es hacer un repaso exhaustivo de su vida –los hechos a menudo carecen de interés– y tampoco describir fielmente sus sentimientos, que mutan con el tiempo y son inasibles. Solo plasmar unas cuantas ideas dominantes y los sentimientos más arraigados, esos que determinan la personalidad y marcan el rumbo de una vida. En su caso, una vida dedicada en exclusiva a la ciencia y la familia, y en la que no había lugar para las distracciones sociales.
De origen polaco, Maria Salomea Skłodowska pertenecía a una familia de pequeños terratenientes. Su padre fue profesor de física y matemáticas en San Petersburgo, y su madre era directora de uno de los mejores colegios de Varsovia. Su infancia y primera juventud estuvo marcada por la dominación rusa, que ponía especial vigilancia en los círculos académicos, a los que pertenecía la familia de Marie. En las escuelas oficiales, la atmósfera resultaba insoportable. Las materias se enseñaban en ruso, y los profesores, también rusos, se comportaban con los alumnos como si fueran el enemigo. Los niños sabían que se les vigilaba en todo momento y que cualquier comentario imprudente podría perjudicar a su familia, por lo que perdían la alegría de forma prematura y crecía en ellos un sentimiento de indignación.
Otro factor que marcó su niñez fue la muerte de su hermana mayor y después de su madre, que falleció cuando ella tenía solo nueve años y la sumió en una profunda depresión. A los diecisiete años, la situación económica de su familia era muy precaria y Marie se vio obligada a abandonar la casa paterna para aceptar un trabajo de institutriz en el campo. Aquí le sobraba tiempo, por lo que decidió organizar unas clases para los niños del pueblo que no tenían acceso a la educación. De noche, se dedicaba al estudio, sobre todo de matemáticas y física, aunque también de literatura y sociología. El sueño de Marie era estudiar en París, pero como su hermana deseaba estudiar Medicina también en París y no había dinero para las dos, Marie decidió esperar. Siguió trabajando de institutriz hasta que los niños se hicieron mayores y luego regresó a Varsovia. Fue entonces cuando trabajó por primera vez en un pequeño laboratorio que dirigía una prima suya. En esta época, conoció a un grupo de estudiantes con el que compartía inquietudes intelectuales. Pensaban que la única esperanza de su país era desarrollar la fuerza intelectual y moral, y que para mejorar el mundo había que comenzar con el individuo. Guiados por este espíritu, decidieron organizar unas clases en las que cada uno enseñaba lo que mejor conocía. Eran a la vez profesores y alumnos.
A los veinticuatro años, por fin pudo cumplir su sueño de irse a estudiar a París. Vivió unos meses con su hermana, que se había casado, y después alquiló una modesta habitación, una buhardilla tan gélida en invierno que se congelaba el agua de la jofaina y tenía que dormir con toda la ropa puesta. Una vida dura, pero de la que Marie se sentía orgullosa. Durante un tiempo vivió volcada en sus estudios y en suplir las grandes lagunas de su educación, y gracias a su perseverancia, logró graduarse con honores en las asignaturas de Física y Matemáticas en la Sorbona.
En el año 1895, se casó con Pierre Curie, un joven físico parisino con el que compartía su pasión por la ciencia. «No siempre era fácil conciliar las obligaciones de la casa con el trabajo científico, pero, con buena voluntad, lograba arreglármelas. Lo mejor de todo era que estábamos solos en nuestra pequeña casa, con una paz y una intimidad que eran nuestra delicia», recuerda Marie. Tras el nacimiento de su primera hija, tuvieron que enfrentarse al reto de criarla sin que Marie tuviera que renunciar a su profesión; pues si en algo estaban de acuerdo era en que no podían abandonar «algo tan precioso como la investigación compartida». Al final, encontraron el modo y esto les permitió llevar a cabo la gran obra de su vida.
Todo empezó cuando Marie observó un interesante fenómeno: el uranio, un extraño metal, emitía rayos que eran capaces de atravesar el papel negro. Asombrados con el hallazgo, el matrimonio se puso a investigar y, tras muchas mediciones, se dieron cuenta de que había una sustancia en ciertos minerales que aumentaba la emisión de rayos. Después de años de duro trabajo, consiguieron aislar la sustancia, a la que llamaron radio, un hallazgo extraordinario para la ciencia. Aun así, los Curie no disponían de los medios necesarios para llevar a cabo su investigación de un modo eficaz. No tenían dinero, ni un laboratorio, ni colaboradores, solo contaban con su esfuerzo. Incluso conseguir residuos minerales para extraer la nueva sustancia y analizar sus propiedades fue un proceso complejo, pero gracias a la intervención del gobierno austríaco y de una fábrica también de este país, consiguieron todo un cargamento a un precio irrisorio. Pero aún necesitaban un lugar donde llevar a cabo su trabajo. Al fin, consiguieron que la Escuela de Física les cediera un viejo hangar abandonado. No era el sitio más adecuado: bajo el techo acristalado, hacía un calor sofocante en verano, y cuando llovía, había goteras. Tampoco contaban con los aparatos de medición necesarios y, si hacían tratamientos químicos que desprendían gases irritantes, su única forma de protegerse era saliendo al patio contiguo. Con todo, Marie recuerda esos años como los más felices de su vida: ella dedicada a purificar el radio, y Pierre a estudiar sus propiedades. En 1902, consiguieron demostrar que el radio era un nuevo elemento, una tarea que les había llevado cuatro años y que, según Marie, les hubiera ocupado solo uno de haber contado con los medios necesarios.
Un año después, el matrimonio recibió el Premio Nobel junto con el científico francés Henri Becquerel, que también había investigado la radiactividad. Al principio, el Comité pretendía honrar solamente a los científicos varones negándole el reconocimiento a Marie por ser mujer. Pero Pierre se enteró de lo que pretendían y dijo que rechazaría el premio si no se reconocía el trabajo de su mujer. Recibir el Nobel les dio una gran notoriedad, una circunstancia que el matrimonio vivió como un inconveniente, pues le privaba de la paz que necesitaban para la investigación. Sin embargo, también tuvo consecuencias positivas: por fin iban a tener un laboratorio con los medios necesarios y la Sorbona decidió crear una cátedra nueva de física para Pierre. Justo entonces, en el momento más glorioso de su vida, la muerte se cruzó de nuevo con Marie, y esta vez el golpe casi acabó con ella. En 1906, Pierre murió arrollado por un coche de caballos. Marie no solo perdía a su marido y al padre de sus hijas, también a su más fiel amigo y compañero.
Bajo el título Querido Pierre, a quien nunca volveré a ver, Marie recoge en su diario un conjunto de cartas dirigidas a su difunto marido. En ellas, plasma toda su desolación y desesperanza al haber perdido el gran amor de su vida.
«Ya no concibo nada que pueda causarme una verdadera alegría, salvo, tal vez, el trabajo científico; pero no del todo, porque si lograra algo, me entristecería que tú no estuvieras al corriente».
«Quiero contarte que ya no me gustan el sol ni las flores; solo con verlos sufro; prefiero los días sombríos, como el de tu muerte, y si no he aborrecido el buen tiempo es porque sé que mis hijas lo necesitan».
En 1906, Marie aceptó sustituir a su marido en la cátedra de Física y comenzó a dar clases en la Sorbona, primero como profesora asistente y dos años después, como titular. Esto suponía un gran logro, pues era la primera mujer en ocupar un puesto parecido; pero ella no lo disfrutó como debía por el modo en que lo había conseguido. En aquel momento, su deseo más íntimo era dormirse y no volver a despertar. Pero la vida continuó y Marie siguió luchando. De hecho, aún tenía mucho que ofrecer.
En el año 1911, recibió en solitario el Nobel de Química y, tras estallar la Primera Guerra Mundial, realizó una importante labor humanitaria. Organizó servicios de radiología y radioterapia para los hospitales militares, creó estaciones radiológicas destinadas al frente francés y belga y equipó varios coches radiológicos para el ejército. Ella misma se trasladaba al frente y se encargaba de formar a técnicos para manejar los aparatos. Los rayos X salvaron muchas vidas y rebajaron el dolor de los heridos, algo que la llenaba de orgullo.
En sus últimas anotaciones, Curie reflexiona sobre la relación entre ciencia y sociedad. Su marido y ella no quisieron beneficiarse de su invento, hicieron públicos todos sus conocimientos y, más tarde, Marie donó el radio que había extraído durante tantos años. Esto permitió que la ciencia de la radiactividad se desarrollara a gran velocidad. Pero les condujo a una precariedad económica que perjudicó a su familia y ralentizó sus avances, por lo que Marie concluye:
«La humanidad necesita gente práctica que haga su trabajo lo mejor posible, pero también precisa de soñadores para quienes perseguir sus propósitos es una necesidad tan apremiante que les resulta imposible preocuparse demasiado por sus beneficios materiales. (…) Una sociedad bien organizada debería asegurarles unos medios de trabajo eficientes, así como una vida sin inquietudes materiales, de modo que puedan entregarse a la investigación científica».
María Forero
Escritos biográficos. Marie Curie. Selección y prólogo de Xavier Roqué. Traducción de Palmira Feixas. El Espejo y la Lámpara / Edicions de la UAB. Barcelona, 2011.
(Este artículo también ha sido publicado en mi blog «Entre libros» en www.radiofftherecord.com).
En sus últimas anotaciones, Curie reflexiona sobre la relación entre ciencia y sociedad. Su marido y ella no quisieron beneficiarse de su invento, hicieron públicos todos sus conocimientos y, más tarde, Marie donó el radio que había extraído durante tantos años. Esto permitió que la ciencia de la radiactividad se desarrollara a gran velocidad. Pero les condujo a una precariedad económica que perjudicó a su familia y ralentizó sus avances, por lo que Marie concluye:
«La humanidad necesita gente práctica que haga su trabajo lo mejor posible, pero también precisa de soñadores para quienes perseguir sus propósitos es una necesidad tan apremiante que les resulta imposible preocuparse demasiado por sus beneficios materiales. (…) Una sociedad bien organizada debería asegurarles unos medios de trabajo eficientes, así como una vida sin inquietudes materiales, de modo que puedan entregarse a la investigación científica».
María Forero
Escritos biográficos. Marie Curie. Selección y prólogo de Xavier Roqué. Traducción de Palmira Feixas. El Espejo y la Lámpara / Edicions de la UAB. Barcelona, 2011.
(Este artículo también ha sido publicado en mi blog «Entre libros» en www.radiofftherecord.com).
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